¿Cómo hacerse rico en la Policía?
¿Acaso nos hemos preguntado por qué los exjefes policiales tienen villas en Casa de Campo, fincas, carros de lujo, negocios de seguridad privada y grandes inversiones inmobiliarias? La respuesta luce obvia. Sin embargo, la realidad tiene otras dimensiones y revela las formas más oscuras de hacer fortuna.
Tradicionalmente la principal fuente de enriquecimiento de la oficialidad policial ha sido la gestión discrecional de las contrataciones y compras de la institución a través de comisiones de reverso, por eso el interés de todo oficial es ocupar un despacho con presupuesto, llegando, en algunas jefaturas, a ser literalmente “vendido” al mejor oferente o ser atribuido a subordinados de confianza que cierren el círculo de complicidad. Los precios de esas posiciones varían: cinco, diez y hasta veinte millones de pesos.
Este es el negocio “interno” que ha fomentado la creación de liderazgos policiales “oficiosos” alrededor de los cuales penden muchos intereses subordinados, por eso la lealtad, más personal que institucional, es retribuida cuando el líder llega a la jefatura de la mano de algún candidato político. El “jefe” se instala con su “gente”, creando un anillo impenetrable de incondicionales, que, según la voracidad o el tiempo en el puesto, puede sellar la diferencia patrimonial entre ese momento y el resto de la vida. Oficiales consultados aseguran que en un año un jefe de la Policía Nacional puede ganar entre 500 y 1,200 millones de pesos “limpiamente” según las circunstancias. ¡Sí, no se sorprendan! Este modelo “legitimado” de concentración de “las oportunidades materiales del cargo” es tan viejo como excluyente y de él se beneficia un segmento muy reducido, al tiempo de crear celos y hostilidades entre la alta oficialidad y, lo peor, las consabidas tramas para provocar el “salto del puesto”, mediante los métodos más inverosímiles de “calentamiento”.
Las políticas de hecho en los ascensos y retiros en la Policía han ido muy de la mano con esta perversa dinámica de intereses. Por eso la única forma de relevo es la alternabilidad de la jefatura porque les abre la posibilidad de ocupar posiciones a los que esperan bajo la sombra de otros altos oficiales con conexiones políticas. De ahí que entre más alternancia, más movilidad. Así, los jefes menos queridos son los que más duran, sobre todo cuando su círculo de adherencia es muy estrecho.
Ante la exclusión de las oportunidades internas, emerge entonces una forma más bondadosa de movilidad económica: la criminalidad. Esta compite con la corrupción tradicional. Se trata de la participación en el negocio del crimen a través de las más variadas manifestaciones operativas: a) mediante la complicidad por extorsión, como el cobro de peaje en los reconocidos puntos de droga; b) la complicidad por omisión, como hacerse de la “vista gorda” frente a la actividad delictiva; c) la complicidad por facilitación, como la coordinada anticipación de avisos de allanamientos y redadas. Otras veces, la participación en el crimen es directa, dentro de su propia estructura operativa o facilitando medios para su ejecución. Esta es la denominada “corrupción policial”, de amplia base y sobre la cual los centros de mandos han visto perder control por los rápidos contagios de los focos del crimen dentro de la Policía Nacional.
Estamos entonces ante dos sistemas de enriquecimiento que porfían veladamente dentro de la institución: uno tradicional, ya legitimado, basado en la corrupción de los recursos públicos y del que se beneficia una élite; y el otro, arrebatado a la propia actividad delictiva. Esta última forma es la que atrapa el morbo mediático y arranca los discursos de intolerancia de la jefatura de turno. Al final, igual podredumbre. La coexistencia de estas fuentes subvierte la cohesión de la institución porque crea bloques a veces inconciliables de lealtades y subvierte sus cimientos a medida que el rango, en la cadena de méritos y mandos, pierde relevancia.
Pero existe otra dimensión del problema: la extorsión pública a través de operativos “preventivos” de chequeo y redadas indiscriminadas. Fuentes consultadas nos dan cuenta de que estas operaciones movilizan grandes sumas de dinero cuyo reparto se realiza conforme a los criterios más diversos. Un alto exoficial consultado, nos asegura que en un comando importante pueden recolectarse hasta 30 millones de pesos semanales. Esto, sin considerar las recaudaciones de dinero en bares, clubes nocturnos, centros cerveceros y colmadones para garantizar “su seguridad”; estas exacciones constituyen prestaciones fijas.
Frente a ese cuadro pavoroso, respira apretujadamente el policía ordinario, excluido de los centros de negocios, ese que gana menos que un mensajero de un banco y que se acomoda a su jornal sin quejas ni resabios. Su servicio no tiene hora, reparos ni circunstancias. Es policía, chofer, mensajero, jardinero, conserje, recepcionista, sirviente, proxeneta y confidente. ¿En qué lugar del mundo un funcionario, un exoficial o un empresario tienen a su servicio personal uno o más policías? Al policía promedio dominicano, analfabeto casi por definición, se le demanda un comportamiento escandinavo cuando a duras penas ha podido rebasar las marañas de los arrabales para aceptar, más por subsistencia que por vocación, un oficio socialmente despreciado. Ese mismo policía, parido y criado en los nichos de la delincuencia, es el que, por deber, la tiene que combatir sin excesos y con prudencia, según los estándares y garantías del primer mundo.
¿Cuantos dólares exigirían nuestros genios de la opinión para hacer el trabajo de un policía por un día? Salir a la calle polvorienta y oscura, nublada de miedo y muerte, sin más pertrecho que el coraje y un arma; o enfrentar, con la rabia del hambre y el rigor del sol, las hordas del crimen para luego ser expulsado deshonrosamente por cualquier desliz.
¿Cuántos recursos se derrochan sin control ni conciencia en obras y proyectos inorgánicos mientras las reformas que precisan las instituciones básicas languidecen en la desidia? ¿Cuántas dependencias infuncionales, como el Congreso, cuentan con presupuestos desproporcionados frente a otras, como la Policía Nacional, que se quiebra, en medio de la inseguridad que nos arropa? Ese esquema de concentración de riqueza fue, es y será defendido a capa y espada por los jefes policiales. Por eso, mientras en otros países la mayoría de los cuerpos policiales están sindicalizados y sus miembros hacen frecuentemente paros y huelgas, en nuestro país recientemente un raso fue sometido a vejaciones y amenazas por denunciar lo que está a la vista.
No debemos esperar milagros; hay que contar con esa policía: la que hoy nos avergüenza o atemoriza, la que precariamente nos protege, y la que ha convertido su supervivencia en una callada proeza de humillación. Mientras tanto, ayudemos a esa policía a expresarse y a exigir lo que la insensibilidad política y la oficialidad privilegiada le han negado. Sin orden no hay seguridad y la policía es la garantía ciudadana de ese orden, por más teorías que importemos y académicos que nos distraigan.
Tradicionalmente la principal fuente de enriquecimiento de la oficialidad policial ha sido la gestión discrecional de las contrataciones y compras de la institución a través de comisiones de reverso, por eso el interés de todo oficial es ocupar un despacho con presupuesto, llegando, en algunas jefaturas, a ser literalmente “vendido” al mejor oferente o ser atribuido a subordinados de confianza que cierren el círculo de complicidad. Los precios de esas posiciones varían: cinco, diez y hasta veinte millones de pesos.
Las políticas de hecho en los ascensos y retiros en la Policía han ido muy de la mano con esta perversa dinámica de intereses. Por eso la única forma de relevo es la alternabilidad de la jefatura porque les abre la posibilidad de ocupar posiciones a los que esperan bajo la sombra de otros altos oficiales con conexiones políticas. De ahí que entre más alternancia, más movilidad. Así, los jefes menos queridos son los que más duran, sobre todo cuando su círculo de adherencia es muy estrecho.
Ante la exclusión de las oportunidades internas, emerge entonces una forma más bondadosa de movilidad económica: la criminalidad. Esta compite con la corrupción tradicional. Se trata de la participación en el negocio del crimen a través de las más variadas manifestaciones operativas: a) mediante la complicidad por extorsión, como el cobro de peaje en los reconocidos puntos de droga; b) la complicidad por omisión, como hacerse de la “vista gorda” frente a la actividad delictiva; c) la complicidad por facilitación, como la coordinada anticipación de avisos de allanamientos y redadas. Otras veces, la participación en el crimen es directa, dentro de su propia estructura operativa o facilitando medios para su ejecución. Esta es la denominada “corrupción policial”, de amplia base y sobre la cual los centros de mandos han visto perder control por los rápidos contagios de los focos del crimen dentro de la Policía Nacional.
Estamos entonces ante dos sistemas de enriquecimiento que porfían veladamente dentro de la institución: uno tradicional, ya legitimado, basado en la corrupción de los recursos públicos y del que se beneficia una élite; y el otro, arrebatado a la propia actividad delictiva. Esta última forma es la que atrapa el morbo mediático y arranca los discursos de intolerancia de la jefatura de turno. Al final, igual podredumbre. La coexistencia de estas fuentes subvierte la cohesión de la institución porque crea bloques a veces inconciliables de lealtades y subvierte sus cimientos a medida que el rango, en la cadena de méritos y mandos, pierde relevancia.
Pero existe otra dimensión del problema: la extorsión pública a través de operativos “preventivos” de chequeo y redadas indiscriminadas. Fuentes consultadas nos dan cuenta de que estas operaciones movilizan grandes sumas de dinero cuyo reparto se realiza conforme a los criterios más diversos. Un alto exoficial consultado, nos asegura que en un comando importante pueden recolectarse hasta 30 millones de pesos semanales. Esto, sin considerar las recaudaciones de dinero en bares, clubes nocturnos, centros cerveceros y colmadones para garantizar “su seguridad”; estas exacciones constituyen prestaciones fijas.
Frente a ese cuadro pavoroso, respira apretujadamente el policía ordinario, excluido de los centros de negocios, ese que gana menos que un mensajero de un banco y que se acomoda a su jornal sin quejas ni resabios. Su servicio no tiene hora, reparos ni circunstancias. Es policía, chofer, mensajero, jardinero, conserje, recepcionista, sirviente, proxeneta y confidente. ¿En qué lugar del mundo un funcionario, un exoficial o un empresario tienen a su servicio personal uno o más policías? Al policía promedio dominicano, analfabeto casi por definición, se le demanda un comportamiento escandinavo cuando a duras penas ha podido rebasar las marañas de los arrabales para aceptar, más por subsistencia que por vocación, un oficio socialmente despreciado. Ese mismo policía, parido y criado en los nichos de la delincuencia, es el que, por deber, la tiene que combatir sin excesos y con prudencia, según los estándares y garantías del primer mundo.
¿Cuántos recursos se derrochan sin control ni conciencia en obras y proyectos inorgánicos mientras las reformas que precisan las instituciones básicas languidecen en la desidia? ¿Cuántas dependencias infuncionales, como el Congreso, cuentan con presupuestos desproporcionados frente a otras, como la Policía Nacional, que se quiebra, en medio de la inseguridad que nos arropa? Ese esquema de concentración de riqueza fue, es y será defendido a capa y espada por los jefes policiales. Por eso, mientras en otros países la mayoría de los cuerpos policiales están sindicalizados y sus miembros hacen frecuentemente paros y huelgas, en nuestro país recientemente un raso fue sometido a vejaciones y amenazas por denunciar lo que está a la vista.
No debemos esperar milagros; hay que contar con esa policía: la que hoy nos avergüenza o atemoriza, la que precariamente nos protege, y la que ha convertido su supervivencia en una callada proeza de humillación. Mientras tanto, ayudemos a esa policía a expresarse y a exigir lo que la insensibilidad política y la oficialidad privilegiada le han negado. Sin orden no hay seguridad y la policía es la garantía ciudadana de ese orden, por más teorías que importemos y académicos que nos distraigan.